¿Era un día más? ¡No, quizás sería mejor empezar esta aventura de secretos y poder desde su ubicación en la calle 58th, donde se encuentran las oficinas del bufete de abogados más prestigioso de Manhattan! Al salir del ascensor, se hallan unas imponentes puertas de cristal, grabadas en ellas las iniciales R.R. Las puertas se abren al pasar con el objetivo de crear una sensación particular de bienvenida.
La centralita en la que está Lulú conversando con un mensajero está a un lado. En la parte posterior, una sala de espera con una decoración minimalista, acompañada de grandes ventanales, que permiten entrar la luz del sol, sin más limitación que la de unas ligeras cortinas, comparte en este espacio las mesas de trabajo del personal. Un pasillo grande separa el gran frontal de cristales que está en la izquierda. En su interior, hay diversas salas de reuniones y los despachos de los asociados, cada uno de ellos ajustado con una línea seria, lo cual otorga una sensación de continuidad y constancia. Un ascensor privado al fondo conduce a los despachos de los directivos de la planta siguiente. Estos, como los anteriores, mantienen el mismo estilo.
Madison sale del ascensor y le pide a su secretaria que llame a Robert. Este ocupa el puesto de subdirector ejecutivo de R.R.
— Enseguida, Madison —contesta Susana, al cruzarse con Joseph, a la altura de la mesa de Stephen, becario de Madison.
En ese momento, Joseph, que va repartiendo el correo como cada mañana, se para a hablar con Stephen…
— ¡Ay, mari qué malita que estoy! —le dije Joseph con actitud de reina.
— Buenos días a ti también, Joseph —le contesta Stephen—. A ver, cuéntame, ¿cuál es el drama de esta mañana? —le pregunta con una sonrisa, porque de él, se podía esperar cualquier cosa.
— ¡Ay, mari, no sé! Robert me trae por la calle de la amargura. Es un hombre tan atractivo —le confiesa con el meñique arqueado justo debajo del cuello, moviendo la cabeza—. Es evidente que se cuida, ¿no te parece? Siempre va tan rapado, y sus gafas le dan ese toque misterioso de… ¡Ay, mari!, me lo como —dice emocionado. Inclinado el cuerpo para reírse a carcajadas.
— Déjate de tonterías, Joseph. ¡Como el subdirector se entere!, se te va a caer el pelo.
— ¡Ay, sí! Así como él, rapadito —pues sí, si hay que pagar penitencia, se paga, yo la pagaría de buen grado, lo haría hoy, y mañana y pasado, lo que sea necesario por mi rey, ¡está tan bueno! —le asegura llevándose la mano a la boca.
— No tienes remedio, Joseph…
— ¡Ay, mari, sí! Sí, lo tengo y se llama Robert Morgan —afirma cuando Susana se dirige a los archivos y los ve charlando. Stephen se queda mirándola, porque desde hace algún tiempo es superior, se siente atraído por ella.
— ¡Ay, mari! ¡No sé qué le ves! Susana es una mujer que camina los menopáusicos cincuenta —le asegura Joseph, echando el cuerpo hacia delante, mientras se deja caer sobre el carro del correo—. ¡Si solo tienes que mirarla! Le sobran kilos, con ese pelo rizado y sin brillo, ¿color caoba? Sí, definitivamente es caoba —afirma rascándose la frente.
En aquel instante, Joseph se detiene un instante para observar a Stephen, levantando una ceja, girando su cabeza y dando un manotazo en su hombro.
— ¡Ay, mari! Al reflexionar, ¡mírate! Inteligente, pero entrado en kilos y edad —levanta la mano para decirlo. A continuación, le toca el cabello y hace una mueca con la boca. Con este pelo tan corto y fino. ¡Ay, mari, qué lástima! Menos mal que tienes buen talante.
Entonces Stephen lo mira fijamente y le dice. — Anda, anda, vete a trabajar… y dame tiempo para digerir esto.
— ¡Ay, mari! No te enfades, para eso ya tenemos a tu jefa, o como yo la llamo, ¡la petulante pelirroja de ojos verdes!
Stephen no puede evitar reírse. —¡Es que eres el demonio! Exclamaba haciendo acopio de paciencia.
— ¡No, mari! Para demonio, la de la centralita, que sí, muy delgada, con su pelito corto —¡un pendón que va detrás de mí, Robert, le dice tan enfadado como enamorado, arrugando la frente!
Sigue el hilo, continuará
Katy Núñez
El último día había llegado. Desde el principio no pude ver las señales. No fue hasta el momento en que llegué a casa que tuve la oportunidad de atar cabos. La nota de la compañera de producción era baja, ni siquiera cubría lo básico. ¿Se habría marchado con prisa o cansada? Entonces decidí revisar todo y reponerlo con detalle.
Apenas había terminado. Al llegar, la saludé cordialmente, pero ella me observó como si fuera insignificante. Entró y examinó mi puesto de trabajo, luego lo hizo mi superior; no parecía estar satisfecho. Ahora sé que necesitaba una razón para justificarme. Y yo, en mi mundo. Cuando me llevó a producción, me pareció una oportunidad. ¡Por fin tendría la preparación de la que me habían hablado!
Llevaba horas muy concentrada cuando la compañera se acercó y me mandó a comer…
Quiero terminar con esto, le dije. Entonces llegó otro compañero con el que apenas había interactuado, y me pidió una información que me negué a darle, ya que había firmado un documento que lo prohibía. Diez minutos más tarde regresó restando importancia a mi compromiso con la empresa, e insistió. Me negué con una sonrisa, decidida a no dejarme presionar. Aunque él se mostraba muy indignado. Aun así, me guíe por mis valores. Se molestó mucho. Me pareció muy poco profesional y algo misterioso.
Y, sin embargo…
¡Bravo! Realmente me engañaron.
Poco después vino el supervisor y me preguntó con una sonrisa adorable: ¿hoy no vas a comer?
¡Aquello era raro! Nunca lo hizo hasta ese momento. Así que fui a comer, me sobraron 15 minutos que dediqué a adelantar el trabajo. Cuando estaba a punto de acabar, ¡llegó el jefe del grupo! Me pidió que lo acompañara. Durante el trayecto por los pasillos, le pregunté si había algún problema. Él me comentó que tenía documentación sin firmar, y luego, sobre cómo me iba en el trabajo. Yo le dije que me sentía bien, respetada, aceptada por los compañeros y le comenté cómo me había emocionado la felicitación de los clientes. Luego él se detuvo, abrió la puerta de un despacho, y entramos.
¡Era la oficina de recursos humanos! No mostré mi frustración, aunque no le encontraba sentido a todo aquello.
Por su parte, ellos hablaban sobre la razón del despido. ¡Como si yo no estuviera presente! Se repitió en varias ocasiones que no había una razón. Era evidente que la causa no podía ser ilegal. ¿Qué podían decir?
“Te despedimos porque los demás no van a comer.”
¿Qué trabajador de RH lo diría?
Bueno, yo me voy, dijo el jefe dejándome allí…
Llegado este momento, el dolor de estómago, el pellizco de realidad maltrata mi deseo de un trabajo digno. Así lo vivió mi cuerpo, en silencio. Hasta que le pregunté, ¿quieren despedirme?
He oído en alguna ocasión que la pregunta debe ser la correcta. ¿¡Debí entonces preguntar por qué! Era evidente, ¡verdad! Me pregunto por qué no lo hice. Decepcionada de esta profesión sin más horizonte que la injusticia laboral, le dije:
¡Ah! Lo que quieres es despedirme… Pues vamos, dime dónde hay que firmar. Desde el otro lado de la mesa firmé todas las mentiras. Mientras el de recursos humanos se desasía en disculpas. Cuando salí de allí caminé casi un kilómetro antes de sentirme mareada. Entonces busqué dónde sentarme. Al otro lado de la carretera vi la hierba verde de un pequeño jardín; me apetecía tanto descansar. Suspiré cuando me senté a la sombra de aquel árbol, saqué un libro de mi mochila, y lo ojeé, intentando distraer las lágrimas que peleaban por darme alivio. Pero, aunque durante toda esta vivencia me faltó suspicacia, y aunque intenté sobrellevarlo como una ejemplar hija del 71, una semana después sufrí un episodio de tensión descompensada que me llevó al hospital y me tuvo en observación toda la noche.
Afortunadamente, estoy bien. Aunque debo admitir que, de toda esta aventura, lo que definitivamente me rompió, fue ver el miedo en los ojos de mi padre.
Fin.
Katy Núñez
¡Qué suerte la mía! Una vez más sola, pensé al consultar el horario; de cualquier forma estaba dispuesta a dar lo mejor de mí, a pesar de que no estaba recibiendo la formación pactada. Confié en mi experiencia. Llegué pronto, como siempre. Aún estaba cerrado, así que tuve tiempo para hablar con una compañera. La misma que me aconsejó desde el primer día que insistiera en tomarme la media hora para comer. Claro que olvidó decirme que de 12, yo era la única que ejercería ese derecho.
Sí, ya sé…
Pero todo esto me pilló en modo Zen. Tenía tantas esperanzas puestas en este proyecto que era más fácil pensar que no coincidía con mis compis en el comedor, ¡y no que les obligaban a trabajar un turno completo de 8 horas, sin comer!
A día de hoy sigo asombrada, es para estarlo, ¿verdad? Entonces, ¿por qué en el curso fueron tan específicos al respecto?
Debí imaginarlo, ¿cómo no lo vi venir? El buffet del personal era insuficiente, ¡ni con el milagro de los panes y los peces!, comían los más de trescientos empleados.
Además, estaban los comentarios…
“Aquí llegar 15 minutos antes, es llegar tarde”.
“Me fui a mi hora y desde entonces me miran mal”.
A esos tampoco les di importancia.
Ahora que todo ha pasado, no soy capaz ni de mirar mi uniforme. Siento rechazo, un nudo en el estómago y tristeza, mucha tristeza. Abusaron de mi confianza. ¿No me explico cómo no se les cae la cara de vergüenza? No puedo decir que a lo largo de mi experiencia laboral no haya vivido turnos interminables, sin paga extras, ni finiquitos, sin comer en turnos de hasta 12 horas. Todo esto ejerce un daño considerable, tanto físico como psicológico. Estamos en 2024 y esto todavía no está controlado.
Continuará…
A la mañana siguiente llegué temprano al curso, me presenté a los compañeros que iba llegando. Afortunadamente, nadie más que los presentes en aquella sala a la que entre por error sabían de mi facilidad para meter la pata hasta el fondo. Aunque para no condicionar el resto del día, decidí no darle importancia. ¿Se puede ser más pava?
Ya…
Bien, durante el resto del día escuché todo lo que tenían que decir y al día siguiente firmamos.
Y el esperado y añorado primer día en mi nuevo trabajo comenzó con una hora y media de espera; al fin, llegó mi superior. Su primer contacto fue poner de duda mi último cargo. Ahora lo sé, pero en aquel momento solo me sentí incómoda por hablar de mis logros profesionales, y lo traté por encima para enfocarme en prestar atención a sus indicaciones, que fueron escasas. Aun así, pude defenderme. Había estudiado y confiaba en mi capacidad. Hubo alguna que otra cosa que mejorar, pero salí contenta. Aunque el jefazo, un personaje estirado, me miraba por encima del hombro. Ahora lo recuerdo, saliendo muy molesto de aquella sala. La verdad es que no le presté atención, esa clase de persona no suele relacionarse sino con los de su talla. El segundo día trabajamos muy duro; había tanto trabajo que, por un momento, pensé que me superaba. El tercero cometí un error de principiante, no seguir mi instinto, y el jefazo me llamó la atención. Luego todo mejoró e incluso me felicitaron unos clientes, mientras el destino se burlaba de mí ante mis propias narices; pero, yo estaba en Babia… Es lo que pasa cuando esperas lo mejor de los demás.
Ellos, por su parte:
A esta, cuando le traen el uniforme, dijo uno, el otro, dio el día, después puntualizó que los zapatos llegarían un día más tarde.
¡Era de mi despido, de lo que hablaban!, y boba de mí, le quité importancia a lo de los zapatos, con un gesto. ¿Cómo se puede estar tan desconectada de la realidad? Vamos, que soy gaditana. Se supone que las cazo al vuelo…
Creo que todas esas conferencias sobre cómo socializar tienen mucho que ver con todo lo ocurrido. El ingrediente perfecto para la receta del desastre.
Estas y muchas otras cosas me pasaron inadvertidas porque mi taza estaba tan vacía que, por no tener, no tenía ni suspicacia.
Continuará…
Katy Núñez
El caso es que este no es un comienzo esperanzador para una obra literaria, ya que en la actualidad parece que nada de lo que hago me representa. Siempre creí que no era como aquellos autores que se bloquean ante la falta de ideas (menuda ilusa). Hoy lo digo suspirando, he tenido días muy malos. ¿Si no sonríes cuando escribes, si no eres capaz de emocionarte, eres fiel a ti misma?
En tal caso, ¿por qué el teclado no me revela descarada, descalza, divertida y romántica? No obstante, ¿soy responsable de establecer la complejidad del argumento dramático? Podría ser algo así:
Mi nombre es Cata y tengo 53 años. Hoy he llorado porque echo de menos un lugar donde sentirme a salvo. ¿Cómo puedo pretender ganarme la vida escribiendo? Entonces… ¿Lo que necesita el lector, es la trama sofisticada y peligrosa de ir a toda velocidad en una moto potente, pero sin el peligro de terminar sobre el asfalto con la cara ensangrentada y el casco partido por la mitad? ¡Vaya, resulta inquietante! En realidad, hay momentos en los que no soporto que todo me dé miedo. De eso sé mucho, así que supongo que, aunque suspiró agobiada, debería ponerlo en contexto.
En breve comenzaré a trabajar en un lugar increíble. Me pregunto si será un desastre, no hace mucho que soy consciente de mis carencias al socializar, aunque espero que este diario me ayude a mejorar. Desde ayer sé que el lunes y el martes debo acudir a unas charlas de presentación, me angustia pensar en ello, desde luego pensé en no acudir, pero quiero saber si soy capaz de hacerlo. Prometo que, a pesar de lo que escribo, no estoy más loca que el resto. De hecho, he decidido no volver a discutir con el espejo, no es broma. Tan solo creo que estoy perdida. Definitivamente, nada puede prepararte para ser traicionada, así como ni la mejor canción. Ayuda cuando tu mejor amigo te engaña, por entonces viví un auténtico infierno que tatuó indeleble la palabra luto sobre mí. Me siento muy triste y sola.
Ah…
¡Y sí, doy saltos tremendos de una cosa a otra, pero así funciona mi cabeza! ¿Puede que necesite pensar en algo menos dramático…? ¡Me encanta ver el rostro de mis padres! Ellos están muy orgullosos de mí, por eso escribo entre otras cosas. Ya… Seguro que le pasa la mayoría. A veces, puede resultar abrumadora tanta atención, aunque también es genial.
Después de todo, dibujo un poco, cocino un poco, estudio un poco, ¡pero eso es todo! ¿Habrá una razón de peso para mi existencia? De ser así, desde luego no sería en mi último trabajo. Antes de aceptarlo, investigué un poco. La empresa parecía ser seria. Con un porcentaje de rotación bajo, y premiada en varias ocasiones por mantener un ambiente sano entre los empleados. Realmente estaba emocionada. Trabajar en la hostelería sin sufrir daño psicológico era, casi poético. Un chollo.
Así que emprendí mi camino, emocionada y nerviosa. Por delante, una noche cargada de dudas y dos días de cursos para ponerme al día sobre los logros de la empresa.
Aún no sé cómo ocurrió todo lo demás…
Katy Núñez.
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