Jaén Austin fue una escritora de literatura inglesa del siglo XIX entre sus obras se encuentra n “Orgulloso y Prejuicio” y Sentido y Sensibilidad”
Sus novelas son una fuerte crítica a la sociedad de su época regidas por la ambición económica y las relaciones motivadas por el interés desde el punto de vista de una comedia romántica, con sutiles pinceladas dramáticas.
Se aproximó al prado llena de inquietudes; de alguna manera sabía que no debía hacerlo. Aunque dio un paso más. El invisible aerógeno se encontraba en una temperatura constante y alta, lo que le provocó una sensación de desnudez y relación. Reaccionó retrocediendo. En sus sueños el horizonte era cristalino y el frío inesperado un agradable calor. Se mostró emocionada y plena de emoción se prometió a sí misma que no lo volvería a intentar… El prado la aguardó durante muchos años, ella no volvió nunca, el calor que recorrió su cuerpo desvanecido su corazón y nubló para siempre su alma.
Habían rechazado la invitación para ser los ojos y oídos en la conspiración contra el palacio arbolado. Entonces el druida juró no devolverles la vida. Las dos hermanas quedarían petrificadas para siempre. Agradeciendo que el futuro sonido de la batalla se tornara en imponente quietud y esperanza.
Caminamos bajo la brillante luz de la luna mientras charlábamos, ella utilizaba su bastón para disimular sus dolores. Preferiría haberlo sabido; no tenía idea de que sería un paseo de despedida en la que se entremezclarían el adiós y la negación cada día.
No sabemos que camino tomar. Hemos luchado en batallas no siempre ganadas, ni justificadas. Pero vividas, tanto que no tenemos más por entregar en testimonio de inquietud o sabiduría social. Al principio resultaba aburrido y tedioso; justificado o no, por atípico y doloroso. Alarma sorda al cambio climático… “Es real”.
Me escondí tras el muro. Estaba muy oscuro, pero desde allí podía ver las luces de tres sirenas, los otros dos eran secretas.
Me escondí tras el muro. Estaba muy oscuro, pero desde allí podía ver las luces de tres sirenas, los otros dos eran secretas.
Wow, cinco coches de policía, para cuatro chavales, escribí en el grupo…, y dos son de la secreta, añadí.
De repente una de las patrullas cambió de dirección y se dirigió hacia mí. Sin duda había llegado el momento de marcharse. Comencé a caminar, mi casa no quedaba lejos…
Pero, ¿era demasiado tarde? ¡Me estaban siguiendo, “o tal vez solo iban en la misma dirección”! Esa idea quedo hecha trizas cuando me dieron el alto; sin embargo. No paré. Después de lo que les había visto hacer durante la detención sabía que no era buena idea.
Hasta que me asusté y todo se descontroló. Solo podía pensar en mi madre y en cómo se lo iba a explicar… No podía darle otro disgusto después de no haber aprobado los finales, mis notas daban pena. ¿Y ahora qué…? ¡¿Recogerme en comisaría?! Me castigaría de por vida. “Adiós a la fiesta de fin de curso, y hola a las clases particulares”.
Sin embargo, primero tenían que cogerme.
Los tuve corriendo unos dos kilómetros, sabía que no debía parar hasta conseguir la protección de una farola. Una vez allí me hinqué de rodillas, me quité la gorra y la lancé a lo lejos.
Arma, gritó uno de ellos.
Mientras yo repetía, ¡soy menor! ¡Soy menor!
Del primer puñetazo caí al suelo, mi cuerpo paso a ser una bolsa de basura que se pasaban de uno a otro mientras me golpeaban, pero lo peor eran las continuas patadas en la cabeza. “Todavía me duele cuando lo recuerdo” nunca había experimentado un dolor similar, estaba mareado e indefenso, hasta que uno de la secreta se bajó del coche.
Lo único que recuerdo de él son sus botas militares, porque puso una a cada lado de mi cabeza.
Me detuve frente a él. Lo miré a los ojos como tantas otras veces; y como en tantas otras ocasiones, me pregunté, ¿por qué me había enamorado de él?
Me detuve frente a él. Lo miré a los ojos como tantas otras veces; y como en tantas otras ocasiones, me pregunté, ¿por qué me había enamorado de él?
Entonces me miró, y en su gesto no había reproches, ni preguntas. Estaba de buen humor.
—¿Qué te pongo? —me preguntó.
—Un zumo de tomate —contesté.
Entonces, como tantas otras veces, la cantó.
Reconozco que tardé mucho en comprender que me la cantaba a mí, pero terminó cumpliendo una pauta, siempre cantaba los mismos párrafos, de la misma canción de “Fito & Fitipaldis”.
“Sabes que soñaré Si no estás, que me despierto contigo Sabes que quiero más No sé vivir solo con cinco sentidos Este mar cada vez guarda más barcos hundidos
Tú eres aire, yo papel Donde vayas yo me iré Si me quedo a oscuras Luz de la locura ven y alúmbrame
Alguien dijo alguna vez “Por la boca vive el pez” Y yo lo estoy diciendo Te lo estoy diciendo otra vez”.
—No hagas eso, por favor —le susurré.
“Nunca olvidaré mi dolor, porque lo amé… ¡Dios mío, cuánto lo amé!, y aunque no sirva de nada, esta noche quiero emborracharme con cada palabra que me susurró, y con todas las lágrima que derramé por él”.
Miguel había cambiado. ¿Dónde estaba aquel niño que jugaba con camiones? El que quería comérsela a besos. ¡A eso se referían cuando le hablaban de la adolescencia! ¿Qué clase de música era aquella de rima y jerga apocalíptica, acompasada, con luces de iridiscencia que la volvían loca? Sonia estaba triste.
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