
Horas interminables, de desconcierto… de conflicto.
Atrapada —simulando que todo iba bien durante el día— para poder seguir adelante con una vida que ya no le interesaba, con una vida que ya no quería vivir.
Era tan incomprensible como insoportable. Sobre todo cuando caía la noche y debía engañar a su propio cerebro, justo en ese momento en que la oscuridad la empujaba hacia la puerta del dormitorio.
Entonces, el dolor le atravesaba el pecho como un hierro candente, mezclándose con la pregunta que la quemaba: cómo, habiendo tanto mal ahí fuera, podía ocurrirle algo así a una criatura.
Ante un bebé, la muerte parecía algo remoto… y, a pesar de ello, lo negaba.
Su tristeza era tan grande, tan íntima, que no le permitía comprender que aún tenía dos hijos que la necesitaban.
Negaba que tras la puerta del dormitorio de su hijo solo había una cuna vacía. Se quedaba allí, con la mano en el pomo, conteniendo la respiración. Y, cuando la realidad la empujaba al precipicio de la locura, se volvía a mentir, obligando a su cerebro a creer que esa semana su pequeño estaba con su padre.
Su bebé se encontraba a salvo. No había urna blanca con la huella diminuta de su pie.
No había cortejo fúnebre en el que ella llorara su pena gritando que a su pequeño no le gustaba la oscuridad… esa oscuridad en la que intentaba no caer.
Pero caía, noche tras noche, mientras arrastraba los días.
Estaba rota. Rota y despojada de un vínculo eterno.
Su madre se lo dijo tantas veces durante el embarazo, cada vez que salían de la ecografía:
—Hija, sin necesidad, todo esto sin necesidad. Ya con dos hijos… ¿qué falta te hacía? Sabes que no estará con nosotros demasiado tiempo. Nace para quedarse en el hospital.
Aquello lo revivió cada noche desde entonces y lo arrastraría para siempre… mientras que, cada mañana, al levantarse, escuchaba la palabra:
—Mamá.
By Katy Núñez.
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