Apenas había amanecido cuando la llanura recibió la llegada de montadores y comerciantes con una desagradable cantinela.

Apenas había amanecido cuando la llanura recibió la llegada de montadores y comerciantes con una desagradable cantinela.

Las herramientas que se usaban para asegurar las tiendas al suelo se convirtieron en motivo de discordia entre los comerciantes que competían por obtener la mejor ubicación en la llanura. 

—¡Le digo que es mío!…

—¡Y yo le digo que no!

El duende herrero y su vecino discutían a voces, mezclándose con el ruido de los carros, que iban y venían sin descanso, cargados con todo aquello que más tarde se pondría a la venta. 

Mientras en el interior de la primera tienda, el señor Fixex intentaba concentrarse en su tarea sin amedrentarse, por el contrario, estaba cada vez más enfadado porque cada golpe o grito le provocaba un incómodo tic.

—¡Por mil enanos… enanos… enanos…! Esto es absurdo, ni en mis mejores años he guiñado con tanto ahínco —observó el viejo duende, alterado porque esta era una de tantas razones que daban sentido a sus demandas. Por un instante pareció que, por fin, había acabado, y todos aquellos sonidos que lo perjudicaban cesaron. No obstante, el silencio duró el tiempo justo para que el anciano se relajara tomando un par de tragos de una extraordinaria cerveza de aguamiel, y la cantinela regresó… Impidiéndole ver la lámpara, hasta que, cayó sobre la gruesa pata de su escribanía; prendiendo un gran fuego en cuestión de segundos.

¡Debo reconocer, que la reacción del anciano ante aquella situación fue sumamente efectiva! 

—Euq enrot —pronunció con tosquedad. Y con aquel sencillo conjuro, el incendio se apagó y la lámpara volvió a su sitio.

Por supuesto, esto le llevó a protestar, y lo hacía a través de una misiva que redactaba en ese mismo momento, porque entre sus cualidades no se encontraba la paciencia.

 

Portón noreste 10. Segunda galería. Palacio de Hósiuz. 

1 de Aries, en la era de las Ocho Piedras.

Estimado consejero Vertux, lamento comunicarle mi profundo malestar, pero la inconveniencia a la que mi persona se ve sometida, me obliga: Esos inútiles, solo debían montar mi tienda el tercer día de la última semana de Piscis. ¡No el cuarto ni el quinto antes del equinoccio! ¡Por el cielo! No creo que sea mucho pedir. ¡Sin olvidar que hay varias irregularidades que exigen esta carta! Como lo de conceder un permiso tan importante al señor Zatex. ¡No se debe tentar así a la suerte! Y definitivamente no apruebo lo de ese duende. Afortunadamente, señor mío, esto solo acontece cada diez quinquenios.

—subrayó, cogiendo aire—.

¡Y no lo haré más!, que sin duda es lo que están buscando esos desagradecidos del consejo, que no respetan el trabajo duro que he hecho. ¿Poner a Zatex, a cargo de las Bodegas de Hósiuz?, cuando mi elección había recaído en Sorieg. Ahora tendré que cambiar, lo que calculo me habrá llevado toda una luna preparar y redactar. ¡Mis consejos ignorados!… Consejos, basados en mi larga y honorable experiencia.

Farfulló las últimas palabras, dejando descansar a su debilitada pluma de Quetzal, que tras tantas lunas de trabajo; no tardaría en aletargar para resurgir colorida y brillante.

—Por el momento, lo dejaré así —dijo inclinándose por acabar de redactar el texto, cuando se sintiera más tranquilo. Pues era de carácter severo y de fácil enfado. Y sin duda en esta ocasión lo estaba. Aun así, se levantó y ordenó los permisos reales necesarios para comenzar la entrega. No mucho después, y con los documentos bajo el brazo, apartaba la cortina para salir de su tienda.

—¡Por mil unicornios! —gritó, retrocediendo un paso—. ¡Por mil unicornios! —repitió bajando el rostro deslumbrado por la fuerte luz del día, que le obligaba a caminar, en una postura incómoda para proteger sus pequeños ojos hasta llegar al estrado; este, se mantenía en pie a través de los siglos, junto con la estructura de gradas de piedra deterioradas por las inclemencias del tiempo. Pero sólidas como para que el maestre subiera las escalinatas sin temor a caerse. Una vez en el centro del escenario, se dirigió a los presentes, mirándolos de arriba a abajo, a través de sus pequeñas y redondeadas gafas que se perdían entre sus espesas patillas, antes de llegar a las orejas. No muy alto, pero resuelto, se ayudaba de su barriga voluminosa para empujar el total de los documentos sobre el atril.

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Continuará…

Katy Núñez