Todo. Lo había dado todo.

Eso pensaba André mientras apoyaba la espalda en la puerta del despacho.

“No me queda nada. Y tampoco sé si alguna vez tuve algo que decir aquí.”

Estaba a punto de presentar su renuncia. Después de dos años en las cocinas de La Lune Dorée, no le quedaban ilusión, ni hambre, ni ganas. Solo su mantra:

“No camino por llegar; camino porque no sé quedarme quieto.”

Eso lo había empujado cada día. Pero ya no podía más.

Dentro, Émile Caron —Chef Ejecutivo y mente brillante detrás del restaurante— revisaba las fichas de degustación: dos bodas, un bautizo, un acto del ejército de la marina.

“Rutina. Cada año igual. Pero alguien tiene que poner orden.”

Cuando André entró, Émile lo miró en silencio.

Lo había notado más callado de lo normal. Y eso, en él, ya era mucho.

“Algo pasa. Siempre pasa con los que no hablan nunca.”

André retiró la silla y se sentó. Sin rodeos:

—Chef… vengo a entregar el uniforme. No puedo seguir. La mayoría de los días siento que estoy empujando una piedra que no rueda.

Émile lo observó. Tardó unos segundos en responder.

“Lo sabía. Lo sentía venir. Pero aún así… qué pena.”

—Gracias por tu trabajo, André. Has sido parte del equipo. No voy a frenarte. Solo puedo desearte suerte.

“¿Qué más puedo decir? Tal vez no supe llegar a ti.”

André asintió, sin levantar la mirada.

“No esperaba otra cosa. No quiero reproches. Solo entenderme.”

Salió del despacho un poco más seguro. Pero con un nudo.

Porque nadie le dijo que, a veces, el silencio pesa más que un mal plato.

Émile, desde en su oficina, pensó que quizá aquel chico no necesitaba nuevas recetas, o creatividad, sino alguien que, simplemente, le hubiera preguntado:

—¿Estás bien?

By Katy Núñez.

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